Mi amigo era chatarrero y fui a acompañarle el sábado a la ruta del trabajo con la camioneta. Yo elegí la ruta y la hicimos alrededor del cine donde echaban la película canaria que no quería ir a ver “La Espada del Rey Arturo”. No quise verla no por miedo a que fuera mala si no por miedo a que fuera buena.
Estaba desenmarañando la chatarra oxidada, dándole golpes y empujando la chatarra en la camioneta y recordaba las envidias, las críticas impertinentes, los corrillos llenos de espaldas llenos de espaldas del Taller del Cine y cómo la personalidad del director que era el profesor del Taller de alguna manera me había impresionado.
Se notaba de lejos que no tenía cultura cinematográfica y de hecho me había ofendido diciéndome que vivía en los Mundos de Yuppie por la trama bergmaniana de un guión que le había enviado, y aunque sabía que él era mediocre tenía miedo mientras estaba sentado en el banco de piedra de que aquel cabrón pudiera tener algo de talento, casi a pesar de si mismo.
Durante los 3 meses del Taller la película fantasma había sido puesta en numerosas ocasiones y se había creado una aureola alrededor. Admiraba a sus actores a los que conocía de lejos, a los maquilladores, a los técnicos, me entusiasmaba su personalidad aunque sabía concienzudamente que aquello no significaba nada.
Durante el Taller ocurrió una anécdota interesante. Nos habían dividido en grupos para crear un corto, y uno de los grupos copió la historia al otro, sin que apenas modificaran detalles de la del original, así que al final ambos grupos hicieron cortos parecidos y francamente malos. Aquella incapacidad de plantear algo de forma novedosa era más de vergüenza ajena que el robo de ideas.
La pancarta de la película era como la propia espada del Rey Arturo que ejercía un hechizo enfermizo de fiebre mala productiva sobre mí. Me incentivaba a escribir en soledad por las noches en cuclillas sobre la silla. Necesitaba que se me durmiera el pie y volviera a reanimarse para tener más incentivos para escribir.
Mientras trabajaba acariciando el óxido de la chatarra bajo el sol, sentía envidia a pesar de la mediocridad obvia y la autosatisfacción de todo aquel ambiente que el director había sabido crearse y eso me avergonzaba ante mí mismo. Era para pegarles bofetones, para escupirles a la cara me repetía.
Era difícil que aquel director pensar que pudiera de pronto escribir algo sobresaliente, pero ¿y si ocurría excepcionalmente gracias al trabajo duro? . ¡Imposible!, y sin embargo sentía que en aquel hombre todo era coherente y que le pedía algo que nunca había prometido darme.
Lo que más me dolía es que esa envidia representaba lo que había hecho con mi vida y que aquí no había una tensión creativa para contar historias de nivel. No quise ver su película porque eran profesionales y era como pedirme que tomara en serio su trabajo y no podía tomarlo en serio.
Fuera aceptable o no la película se seguían construyendo edificios y hoteles, la gente se amaba o flirteaba, los turistas seguían viniendo y la vida seguía igual. Pero sentía que si la película fracasaba, el ambiente fracasaba, la vida fracasaba de alguna manera porque se quedaba sin un notario de calidad que la registraba, y Canarias se representaba en toda su mediocridad artística ante si misma, aunque ni lo supiera nunca, ni le importara.
En el fondo también sentía envidia por eso, porque dependía de alguien que no se tomaba en serio su oficio que era uno de los más elevados: el de la cultura. Él sólo buscaba la autosatisfacción sin el más mínimo nivel de exigencia, como habían hecho casi todos anterior a él, y a los que todos nosotros teníamos que elogiar tragándonos saliva porque eran la tradición.
Y mientras, escribía sobre los sentimientos de algún asesino en el Puerto pensaba como mi amigo me había dicho cuando empezaba a leer mis textos (apenas unas líneas por supuesto) que tenía la cabeza llena de cuchillas oxidadas de afeitar y que era la única persona que pensaba en la gloria. Que nada de eso existía, y que era propio de una mente sucia.
Los siguientes fines de semana seguí acompañando a mi amigo en su ruta. A menudo nos parábamos para recoger chatarra en contenedores que no eran de nuestra zona y nos peleábamos con los vecinos. El tráfico del barrio era una locura: coches en segunda fila, conductores que no sabían conducir ni respetaban las señales de tráfico y los sábados de noche muchos borrachos y drogados.
Pero en medio de las peleas con algún vecino o con algunos conductores solo me machacaba con la película, me enfadaba que aquel simplón pudiera tener éxito, aunque a su vez pensaba que alguien pudiera reunir tantas subvenciones y a 30 personas para hacer aquel proyecto ya era un gran éxito.
Obviamente durante el Taller me había ofrecido a trabajar gratis por si surgía algún proyecto en el futuro. A veces estaba en la cocina de mi casa reparando una olla abollada y me imaginaba que estaba arreglando una cámara complicadísima. Sentía cómo la mediocridad lo rodeaba todo. A través de la ventana veía a dos niños jugando en la calle y sentía que así no podía sentir el amor al juego y al chiste sencillo,a la alegría de vivir y del sol.
Habían pasado dos meses y habían quitado la película de la cartelera. La película había ganado varios premios de certámenes locales. Con delicadeza abrí el periódico y empecé a hojear los datos de la película. Habían invertido 4 millones de euros en subvenciones y los beneficios habían sido de 800.000 euros.
Lo previsible ocurrió. Las pocas críticas de Filmaffinity machacaron la película le pusieron de nota un 2,4 y eso teniendo en cuenta que los profesionales votarían alto para que se valorara su trabajo. Primero reí de una carcajada y después me dio un ataque de pena y de vacío.
La película según las críticas no tenía una trama lógica, la ambientación era mala, los actores a pesar de ser atractivos eran cortos de carisma y ni siquiera la parte técnica era aceptable, pero elogiaban que en todo momento pusieran paisajes isleños. Ni de las interpretaciones hablaban aceptablemente.
No sé por qué respiré con alivio y con mucha pena, si la película hubiera sido francamente buena me hubiese convertido en un asterisco que orbita alrededor de alguien con auténtico talento. Enfrente mía a un árbol en la calle León y Castillo se le movían terriblemente las ramas, había pasado cientos de veces por esta calle pero era la primera vez que me daba cuenta que tenía árboles.
Con el bolígrafo tamborileaba sobre el banco de madera tatareando “mediocridad, mediocridad, rodeados de mediocridad”. Llamé a mi amigo en un rebote de alegría arrebatada y le dije: “Eche, vámonos dos días a la playa, yo lo llevo todo. Y si no tienes para comida y cerveza, no te preocupes, yo te invito.”
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