Rodríguez se sentía desgastado como sus brocas usadas, en la habitación del Hotel cuando encontró la tarjeta magnética de la habitación 304 con una nota que ponía al lado “tenemos una cuenta pendiente”. Miró a través de la ventana soleada de la habitación del hotel hacia el descampado. Pensó que sería una mujer, se sonrió, pero pensó que querrían jugar con él y no tenía ganas de estrategias.
Tenía los folletos de sus productos de ferretería, y no quiso volver a verlos. Encendió el televisor con programas de una cena para buscar un romance, de un motorista que se recorre Asia Central y en muchos sitios donde los niños le saludan con insultos en inglés “fuck you” o haciéndole peinetas bienintencionadamente. Aquel verano no tendría vacaciones, no hay nada más que decir.
De todos modos, a media noche mientras dormía recordó amargado lo que era su vida: los gritos del jefe, el que tenía que cumplir unos mínimos de venta y entonces decidió en un arrebato levantarse e ir a aquella habitación. Se vistió abrió la puerta, y sobre la cama ajena deshecha solo encontró un fular rosa, ropa íntima de mujer y una maleta deshecha, preguntó en voz alta si había alguien y al no encontrar respuesta, dudándolo mucho se fue.
Cuando volvía a la habitación se cruzó con un anciano que le miró con odio sin aparente motivo. Él que también se sentía frustrado en la aventura le tiró un cigarrillo al suelo al borde de los pies, sin que el otro hombre reaccionara.
Al día siguiente había ordenado sus camisas arrugadas escrupulosamente en su maleta y bajó al comedor. De alguna manera sentía que lo habían engañado aquella noche. Alguien había intentado reírse de él o reírse de alguien y él no podía marcharse sin entenderlo.
En el comedor, el camarero le comentó riéndose, aunque sospechándolo todo, que había pasado algo extraño. Por la noche, alguien se había ofrecido a invitarle al desayuno y por la mañana a primera hora había cambiado de opinión. Una mujer mayor vestida de un traje blanco elegante con pamela, miraba con rencor al anciano aislado en su rincón.
Parecían exiliados de bandos diferentes que se miraran de reojo a través de la alambrada que separase un campo que ambos debían compartir. La mujer se puso la pamela y se fue. Había tirado el cenicero encendido y el mantel de la mesa empezaba a arder. Ardía como un animal al que abren en una matanza.
Rodríguez no quiso avisar al camarero que se había reído antes de su historia. Vio a través del fuego, como la mujer cogía el taxi sin mirar atrás.
No hay comentarios:
Publicar un comentario