Se quedó en la entrada de la puerta giratoria del Club Náutico mirando con odio al portero que le ignoraba con aire de superioridad. Hablando sola como llevándose la contraria en voz alta, con su hijo que no sabía qué pasaba ni cómo reaccionar. Parecía un bulldog mirando fijamente y apartando la mirada, encorvado, pálido, sin saber si te iba a atacar pero con la certeza de que no ladraría porque por alguna extraña motivo no quería llamar la atención.
Una mujer morena con un gesto orgulloso, vestida con una seda negra raída a rayas, cargada de alhajas, de sortijas, y de sortijas, con un chador corto y negro que intensifica más la tensión de su mirada de faraona destronada, con su pecho subiendo y bajando por una respiración furiosa, las aletas de su nariz eran anchas, sus labios apretados estaban llenos de la tensión de una bestia, y sus facciones eran inexpresivas.
Caminando por la acera de aquí para allá mirando su reloj de pulsera se tropezó contra un bolardo, al que dio una patada fuerte sin querer. Miró alrededor y cuando creyó que nadie la miraba se puso a acariciarse para aliviarse el dolor, sin dejar de injuriar como refiriéndose a una mujer ni de llevarse la contraria.
Apretaba contra su pecho una carpeta gruesa. El portero déspota cayó bajo el puñal con un aullido de su boca abierta para que ambos se marcharan de la entrada a donde llegaban los coches de alta gama, y la gente tranquila vestida de deporte con marcas de lujo. “Márchense de aquí o llamo a la policía de una vez” con un grito que nadie quiso escuchar.
La mujer compacta sonreía ante aquella humillación pública, parecía que de alguna manera tuviera preparada alguna venganza contra aquel guardián satánico, pero después recapacitaba y se quedaba sentaba junto a su hijo al que obligaba a empujones a sentarse, con modales exquisitos en el bordillo de la sucia acera. Al lado de una paloma que cojeaba y que tenía los ojos cerrados en los que habían crecido dos semillas de millo.
“No tiene ya nada que hacer aquí” le había recordado el portero, pero había mucho de orgullo y miseria en su porte. No quería encargarse él solo del asunto y ser el cruel desalmado de la película, por echarla del aparcamiento de entrada delante de su hijo, al que se veía amargado. Parecía jugar dando la espalda a su madre, mezclando al placer de golpear una pelota de plástico un doloroso sentimiento de impotencia.
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