La Declaración
Tenía que
hacer la declaración antes de que todos le dieran la espalda. Había una música
folclórica atronadora en su cráneo. ¿Sería una radio?. Porque esa era la
perversidad de la condena. Aislarlo.
Primero humillarlo públicamente. Abrirle
la cicatriz de sus anteriores heridas. Vegueta estaba desolada. La gente que
tanto odiaba seguía en sus casas descansando. Se habían olvidado de él. Pero él
exhausto tenía que llegar a la emisora pa recordarles. Aquello se le semejaba
como ir a un velatorio en una perrera.
Lo habían abandonado allí en la islita
por una condena que no recordaba. Los edificios de piedra pulida gris parecían
ruinas prematuras. Era difícil distinguirlos. Pero parecía obvio que estaban
llenos de historia insignificante. Como dentro de poco lo sería la suya. Las
innumerables pasiones. Los esfuerzos sin recompensa. Las obras dejadas a medio
hacer ¿quién las relataría aunque fuera con el nombre de otro?. ¿Cuántos
cientos machacarían dando vueltas en la cama su historia, las cientos de
historias como la suya? ¿qué es la verdad?.
Y él se quedó callado. Enfrente el edificio
parecía en riesgo de derribo. En Madrid no soñarán mientras les ruge la
barriga. Tocó el telefonillo. Le abrieron sin preguntar. Empujó el portalón.
Subió por los escalones estrechos de dos a dos. El pasillo lleno de pasquines
por el suelo. A los lados. El cuarto de la mesa del sonido. Estaba con el sopor
de la depresión tras un ataque de angustia. Entró rápido en la mesa pa estar en
el aire. Sólo había guitarras solitarias tocando con alegría. Había hedor a
polvo. No volvería a haber recuerdo de los muertos…
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