Literatura/ lengua,cine, música y arte.
Alicia atraída por la madriguera
jueves, 6 de noviembre de 2025
Los tres largos periplos bajo la lluvia.
Don Elías se sentía extraño en su diminuto apartamento en el piso catorce, un pequeño islote de silencio en el vasto mar de cemento y cristal que era Nueva York. Afuera, los rascacielos se alzaban como gigantes indiferentes sin ojos, sus ventanas miles de ojos que atestiguaban una vida que él no compartía. El ruido de la ciudad —un eco constante de sirenas, bocinas y el murmullo de millones de vidas ajenas— era un recordatorio perpetuo de su soledad. Era una ciudad que corría, y él, un hombre de setenta años, solo sabía caminar.
En ese universo de prisa y anonimato, su única ancla era Tobi, un beagle de orejas caídas y mirada leal. Tobi era el latido de su hogar, la única voz que no le recordaba lo solo que estaba. Una tarde gris, cuando la lluvia comenzaba a caer, Elías cogió el viejo paraguas negro, no para protegerse a sí mismo de la tormenta que venía, sino para proteger la única parte de su mundo que le daba sentido.
Era un hombre de setenta años con un bigote gris y ojos amables, no tenía hijos. Pero tenía a Tobi, un beagle tricolor que había adoptado de un refugio hacía cinco años. Tobi era su compañero, su confidente y, en los silencios de su casa, su familia.
Una tarde de otoño, un aguacero inesperado cayó sobre la ciudad. Elías miró por la ventana y vio a Tobi inquieto junto a la puerta, ansioso por su paseo vespertino. Elías sonrió, cogió el viejo paraguas negro con mango de madera, un objeto que rara vez usaba.
Salieron a la calle. Las gotas golpeaban el asfalto y rebotaban. Con un gesto instintivo que le salía del corazón, Elías abrió el paraguas y lo inclinó, no sobre su propia cabeza, sino sobre Tobi.
Mientras caminaban bajo la lluvia, Elías no podía evitar sentirse paternal. "No te vayas a mojar, hijo", murmuró, ajustando el ángulo del paraguas para que ni una sola gota tocara el lomo de Tobi.
En ese simple acto, el paraguas se convirtió en un escudo paternal, mientras él se mojaba, y aunque estaba disfrutando deseaba llegar pronto a casa.
En su mente, ese simple acto de proteger a Tobi del clima evocaba una paternidad que nunca había experimentado de primera mano. Imaginaba que así se sentiría un padre protegiendo a su hijo de los problemas del mundo, de las caídas, de las decepciones. El paraguas era un escudo, un símbolo de su amor y su deseo de que Tobi estuviera siempre seguro.
Tobi, ajeno a las profundidades de los pensamientos de Elías, simplemente disfrutaba de la caminata. Olfateaba el aire húmedo, movía la cola y se detenía a investigar cada bache y cada árbol, siempre bajo la atenta y protectora sombra del paraguas inclinado.
Llegaron al parque, ahora casi vacío por la lluvia. Elías encontró un banco bajo el techado de un quiosco. Se sentaron juntos. Elías se secó una gota de agua de la frente, mientras que Tobi, perfectamente seco, se acurrucó a sus pies.
"Eres un buen chico, el mejor", le dijo Elías, acariciando suavemente la cabeza de Tobi. Supervivencia, se sintió el hombre más rico de Manhattan, no por el dinero, ni por el visón, ni siquiera por el panecillo con el que todavía batallaba, sino por el recuerdo de una risa que sonaba a campanas de pueblo y el sabor de la mostaza en Coney Island, una historia que ni todo el arte abstracto del mundo podría superar, aunque vivía a las afueras en un piso pequeño. Sus paseos acababan siempre en el Hotel GALLIVANT donde suspiraba daba un rodeo y se volvía.
No importaba que la vida no le hubiera dado un hijo humano. En Tobi, en ese pequeño ser que dependía de él para sus paseos, su comida y su protección, había encontrado una forma de paternidad que llenaba su corazón por completo.
La lluvia amainó. El sol de la tarde comenzó a abrirse paso entre las nubes, proyectando un arcoíris tenue en el horizonte. Elías cerró el paraguas.
"Hora de volver a casa, hijo", dijo con una sonrisa.
De regreso, caminaron sin el paraguas, bajo un cielo que prometía un mejor día mañana. Elías, el hombre de setenta años y su "hijo" peludo, se dirigieron a casa con una sensación de plenitud y felicidad, sabiendo que, a pesar de todo, eran la familia perfecta.
Catorce horas después don Elías, un hombre con más arrugas que un mapa del metro de Nueva York, se sentaba cada mañana en el mismo banco del Central Park, cerca de la fuente de Bethesda. Su gabardina color camello, que había conocido mejores épocas, le daba un aire de detective retirado o de vagabundo con estilo. Observaba el bullicio de la Gran Manzana con la misma mezcla de asombro y desdén con la que, en su juventud, había observado un partido de béisbol sin entender las reglas.
El dramatismo de su vida, según él, residía en el hecho de que su pensión no le daba ni para un café con leche decente en Manhattan. "¡Es un atraco a mano armada, señorita!", le decía a una paloma particularmente atrevida. "En mis tiempos, con lo que pago por este panecillo seco, comprábamos medio pueblo, ¡y con derecho a pernada!".
Pero hoy, Don Elías estaba de buen humor. Había ligado, a su manera. Se había topado con una anciana con un abrigo de visón que le había sonreído. "Eso es porque tengo labia, paloma", se jactaba.
Y esa labia era la misma que le había servido para conquistar a su difunta esposa, Doña Carmen, décadas atrás. Recordó la anécdota, una mezcla de farsa y destino:
"Era 1968, paloma. Yo era un joven con el pelo alborotado y un traje de segunda mano, recién aterrizado en esta jungla de asfalto. Estaba en una fiesta donde todos hablaban de arte abstracto y de la guerra de Vietnam. Yo solo pensaba en la tortilla de patatas de mi madre. En eso, la vi. Doña Carmen. Una morenaza con unos ojos que harían que la Estatua de la Libertad se pusiera celosa. Se me acercó, con esa confianza que solo tienen las neoyorquinas, y me preguntó si yo era un artista conceptual.
'No, señora', le dije, 'soy un artista de la supervivencia'.
Ella se rio. Una risa que sonaba como las campanas de una iglesia en un pueblo tranquilo. Me preguntó de dónde venía. Le hablé de mi pueblo, de las cabras, del sol... y entonces, el momento dramático. Se me atascó un cacahuete en la garganta. Empecé a toser como un poseso. Mis ojos se inyectaron en sangre. Pensé que mi aventura americana acabaría allí mismo, asfixiado por un fruto seco en una fiesta pija.
Pero Doña Carmen, que no era solo una cara bonita, me dio la maniobra de Heimlich con tal fuerza que me sacó el cacahuete y el alma del cuerpo. El cacahuete salió disparado y le dio de lleno a un tipo que estaba pontificando sobre la ausencia del ser en una escultura de alambre. El tipo se desmayó, y Carmen y yo nos echamos a reír a carcajadas.
Ahí supe que era la mujer de mi vida. Me salvó, me hizo reír y, de paso, calló a un pedante. Al día siguiente, la invité a un perrito caliente en Coney Island. El resto es historia, paloma, historia con sabor a mostaza y chucrut".
Don Elías dio un mordisco a su panecillo seco, una sonrisa nostálgica en sus labios. El sol de Nueva York calentaba su gabardina, y por un momento, el viejo Don Elías, el profeta de la supervivencia urbana, no cambió el calor de ese recuerdo por todo el oro del mundo.
Doce horas después el despertar de la siesta de Don Elías al anochecer no era el fin del sueño, sino el recuerdo de su mujer un recuerdo absurdo y opresivo. En su apartamento del piso catorce, una celda sin barrotes pero con una sensación de confinamiento omnipresente, la vida se había reducido a rituales incomprensibles calentarse lacomida en el microondas, ducharse sin ganas, ordenar la ropa, dejarla tirada sobre un mueble y cuando ya se notaba que olía bajar a lavandería del edificio a lavarla. La ciudad de Nueva York, con sus rascacielos que se elevaban como agujas de una máquina de coser cósmica, era como una comisaría hostil y laberíntica que lo observaba.
Tobi, su perro, no era simplemente una mascota, sino el único miembro de su comité de vigilancia personal, el único ser cuya presencia no resultaba amenazadora.
La tarde en que la lluvia comenzó a caer, el acto de salir a pasear se sintió como un juicio inevitable. Don Elías sabía que el simple hecho de caminar por la acera requería un permiso tácito de la autoridad invisible que gobernaba la metrópolis. Cogió el paraguas, un objeto que le parecía de una complejidad inexplicable, con su mecanismo de apertura que siempre desafiaba la lógica.
Afuera, la lluvia no era agua, sino una especie de polvo gris y persistente, una manifestación más de la burocracia climática de la ciudad. Elías abrió el paraguas y, en un acto de devoción absurda, lo inclinó sobre Tobi.
"No puedes mojarte", susurró al perro, como si la humedad fuera una infracción grave del reglamento municipal.
Para Elías, Tobi era su responsabilidad, su única posesión que no podía ser confiscada por alguna normativa ininteligible. El paraguas no era un refugio contra la lluvia, sino una declaración, una protesta silenciosa contra la indiferencia del universo. Era un intento fútil de imponer orden en un mundo donde el sentido común había sido revocado.
Caminaban por las calles, dos siluetas bajo un dosel negro, una anomalía en una ciudad que solo entendía de líneas rectas y propósitos inescrutables. La gente pasaba a su lado sin verlos, como si hubieran obtenido un permiso especial para ser invisibles. Elías sentía la presión del paraguas en su mano, la única evidencia tangible de su existencia.
Cuando regresaron a su apartamento, ambos secos, Don Elías cerró el paraguas con un suspiro de alivio. Recordó como una vez la había abrazado apretándola, ahora todo le parecía un pequeño infierno, le picaba la espalda. Habían superado otro juicio, otro paseo sin incidentes, otra pequeña victoria contra la maquinaria del absurdo. Tobi lo miró con ojos leales y Elías sintió que, en ese pequeño gesto, en esa protección entre compinches y dedicada, había un destello de humanidad, un pequeño triunfo en el centro de la pesadilla neoyorquina.
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