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Alicia atraída por la madriguera
sábado, 22 de noviembre de 2025
El camino de una monja.
Inmaculada entró en la institución por la puerta principal. Traía consigo una maleta vieja y una culpa tangible. Su propósito era claro: salvar su alma de la sustancia, del peso de la memoria y de una depresión que la hundía en un pozo sin fondo. Era un joven bella de piel blanca,y ojos y pelo negro.
Las reglas del lugar eran precisas. Levantarse a las 5:30. Oración a las 6:00. Desayuno: pan negro y agua. Aseo personal. Trabajo manual.
Inmaculada siguió cada instrucción. Limpiaba pisos. Pulía la cera hasta el brillo exacto. Ordenaba libros por tamaño. Sentía que cada acción la acercaba a un orden superior, a la salvación prometida. El orden la protegía. El orden la purificaba de los recuerdos de Ernesto, de sus ojos grises y de las promesas rotas que la llevaron al abismo.
La relación con las otras monjas era una coreografía de evasiones. Sor Úrsula, la encargada del dormitorio, medía con una regla la distancia entre las camas.
Nunca hablaban, solo asentían. Un asentimiento era aprobación; dos, desaprobación. Inmaculada recibía un asentimiento por la mañana y dos por la tarde. El sistema de comunicación era tan preciso como la maquinaria de un reloj roto.
Con la Superiora, la Abadesa, el trato era inexistente fuera de las audiencias formales. La Abadesa era una sombra en el extremo del pasillo, una presencia de la que emanaba un olor a naftalina y papel viejo. Hablaba a través de notas escritas en un papel de lino, con una caligrafía perfecta e impersonal.
En la ducha comunal, Inmaculada se enfrentaba a su propio cuerpo, un territorio hostil. El agua caía fría. Las duchas no tenían cortinas. Sentía las miradas oblicuas de las demás, cuerpos fantasmas que se lavaban con rapidez. Inmaculada tocaba su piel bajo el agua helada, sintiendo cada cicatriz, cada hueso, como un mapa de su vida anterior. Se decía a sí misma: "Este cuerpo no es mío. Es una posesión temporal.
Debe ser limpiado, purificado". Pero la imagen de Ernesto, de sus manos, de su tacto, regresaba. La culpa se aferraba a su piel como un sudor frío, sin importar cuánto jabón usara.
Pero el sistema no era perfecto. Encontró un libro de reglas con una página arrancada. La inquietud se instaló. Una regla incumplida por el simple hecho de desconocerla. La culpa, que había disminuido, regresó multiplicada, evocando el dolor de la última llamada de Ernesto, de su traición. Empezó a buscar la página, la regla faltante.
Su búsqueda se convirtió en obsesión. Revisó todos los libros, todos los estantes. Desorganizó el orden que tanto había cuidado.
Sus acciones, antes metódicas, se volvieron erráticas. Las otras hermanas, la miraban fijamente con un gesto serio. Señalaban su comportamiento. Su desorden. Los asentimientos de Sor Úrsula se convirtieron en un movimiento rápido y rítmico de desaprobación cada vez que pasaba.
Una tarde, mientras pulía las ventanas del pasillo superior, sintió la asfixia del lugar. El aire dentro del convento era denso, viejo. Se acercó a un ventanuco diminuto. A través del cristal polvoriento, vio la carretera. Un coche rojo pasó a gran velocidad. El sonido del motor, breve y potente, rompió el silencio monótono. Un instante después, una ráfaga de aire seco se coló por la rendija, golpeándole la cara.
El olor a asfalto caliente y libertad le quemó las fosas nasales. La vida callejera, el caos que había huido, se sintió de repente deseable, terriblemente lejano.
Ese momento, ese aire seco, fue el catalizador. Recibió una nota de la Abadesa, escrita con la misma caligrafía perfecta: "Audiencia, 16:00 horas".
En el despacho, la Abadesa era solo una forma detrás de un escritorio inmenso. "Ha roto usted el orden", decía la nota, leída en voz alta por la Superiora. "Su búsqueda ha generado desorden".
Inmaculada no se defendió. Solo preguntó por la página arrancada. La Abadesa negó con la cabeza. "No hay página arrancada. El libro está completo".
Inmaculada supo entonces que el orden era una ilusión, una mentira piadosa para ocultar el vacío de la depresión. Que la culpa no era por romper reglas, sino por buscar una lógica inexistente. La culpa la consumía. La rebeldía fue su respuesta.
Dejó de seguir las reglas. Rompió el silencio. Cantó en voz alta durante la oración. Interrumpió la comida. Las otras monjas, contaminadas por su ejemplo, empezaron a murmurar, a dudar. El orden se disolvió. Sor Úrsula ya no medía la distancia entre las camas; se sentaba en su propia cama, mirando al vacío.
La Abadesa la condenó, no a la expulsión, sino a una celda sin ventanas. Allí, Inmaculada encontró su destino. Su culpa la salvó, de una forma extraña. Se convirtió en la personificación del desorden. Y en su soledad, sintió una extraña paz, sabiendo que su caos había liberado, o condenado, a las demás.
El perro negro seguía allí, pero ya no era un pozo, sino un compañero silencioso en su nueva y absurda existencia.
Su culpa la salvó. Se convirtió en el desorden, encontrando una extraña paz en su nueva y absurda existencia. La hermana Piedad había cambiado la devoción por la rebeldía, encontrando su salvación no en la obediencia, sino en la resistencia. Sin embargo, sentía que la vergüenza no habría de sobrevivirle de tanto sufrimiento.
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