Alicia atraída por la madriguera

Alicia atraída por la madriguera

sábado, 19 de septiembre de 2020

LA PASIÓN DEL EMIGRANTE.

A comienzos de los 80 a Pedro Lezcano lo adoraban literalmente, muchísimas personas humildes lo saludaban y abrazaban por la calle con su libro y lo consideraban un genio en multitud de campos. Recibió las Espigas de Trigo de Oro de no sé qué sublime premio literario. En aquellos años vi por primera y última vez a mi abuelo con su cara de limón y una maleta que parecía tintada de rotuladores. En los días previos a la Guerra Civil era un joven padre de familia, y al ver a unos Guardias Civiles pegar a unos jóvenes en alpargatas por robar unas sandías, en un ambiente generalizado de caos y robos, se metió en una pelea para defenderlos hasta que hizo sangrar a un Guardia. Cuando se dio el Golpe y temiendo las represalias por su pasado comunista, le dijo a su mujer y a sus dos hijos que iba a huir a Venezuela, que cuando tuviera dinero se lo mandaría para que le siguieran, pero el dinero no se envió. Mi abuela tuvo que criar sola dos hijos con el estigma de ser la esposa de un comunista. Después de enviar cartas, se enteraron que tenía pareja en Venezuela, que tenía una gasolinera de aprovisionamiento para el ejército americano y que no volvería. 45 años después ya anciano, quiso volver para pedir el divorcio de su primera mujer. Era obvio que su familia lo despreciábamos. “Nunca pensé que Canarias llegaría tan lejos” repetía. Yo había escuchado hablar de él con rencor toda mi vida, era un niño de 13 años y quería pegarle y escupirle. Parece ser que aprovechando su marcha de Venezuela los trabajadores expropiaron su empresa, y con fusiles al hombro le dijeron por teléfono que si quería volviera para reclamarla. Era un hombre moreno, sencillo y digno, cuando fue a firmar su divorcio, le echaron en cara bastantes cosas y se fueron dando un portazo al despacho de la notaría. Yo estaba presente. Ni siquiera hablé con él. Solo lo vi de cerca detrás de mi padre gritándole. Entonces pensé en la pena de aquel hombre sin familia, que no había visto crecer a sus hijos, ni a sus nietos que le despreciábamos. Me impresionó verlo caminar tranquilo con su traje usado y su vieja maleta de tachuelas, con sentimientos confusos ante tantos recuerdos de juventud a los que no sabría poner nombre. Yendo hacia una muerte segura con sus trabajadores. Sabiendo que no dejaba atrás nada que defender. Fue entonces que entendí por qué se adoraba tanto a Pedro Lezcano.

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