Alicia atraída por la madriguera

Alicia atraída por la madriguera

jueves, 30 de octubre de 2025

El río que se desbordó.

El mundo era un monstruo con mil espaldas y mil gestos de indiferente y asco que escupían desprecio a los pies de . Así lo veía él, al menos. Cada día, la oficina, el metro, la calle, todo era un campo de batalla de miradas que juzgaban, risas que se escondían a sus espaldas y rechazos implícitos en cada gesto. Los demás no lo entendían; no veían su sensibilidad, su timidez, su miedo. En cambio, interpretaban su torpeza social como arrogancia, su silencio como desdén, su retraimiento como hostilidad. "Qué tipo tan desagradable", murmuraban. " Es un vago, un inútil, que se cree mejor que los demás". Y Anselmo cerraba el puño y giraba el rostro, escuchando los ecos de esos juicios, se convencía de que tenía que endurecerse, de que debía responder a la crueldad con una crueldad más grande, o al menos con una barrera impenetrable. La transformación no fue de un día para otro. Empezó con una postura más encorvada, con los hombros anchos y las manos que se cerraban en puños en los bolsillos. Su ceño, antes fruncido por la preocupación, se hizo permanente, como el de un gorila desafiante. Dejó de hablar, o al menos dejó de intentar que lo entendieran. Sus palabras se convirtieron en gruñidos, en monosílabos ásperos que hacían que la gente se alejara aún más. Anselmo no se daba cuenta, pero su reflejo ya no era el de un hombre frágil; era el de una bestia. Una mañana, se miró al espejo y el reflejo se lo devolvió en toda su grotesca gloria. Ya no había un Anselmo, solo un gorila con un traje de tweed demasiado ajustado. Los vellos le cubrían las manos, el rostro se le había ensanchado y su mirada era una mezcla de furia y profunda tristeza. El terror lo paralizó un instante, pero pronto lo reemplazó una extraña sensación de poder. Ahora, la gente sí se apartaba, pero ya no por su supuesta arrogancia, sino por un miedo primario, innegable. La crueldad que percibía en el mundo, ahora se la devolvía con creces, sin siquiera abrir la boca. Su transformación, que pensó era una defensa, era en realidad un arma. Se adentró en la selva urbana, su cuerpo de gorila moviéndose con una pesadez inusual entre el tráfico y los peatones. El miedo que inspiraba le trajo una breve y vacía satisfacción. Arremetía contra los coches que le pitaban, rompía los escaparates que le devolvían su monstruoso reflejo. Era un gorila salvaje en un mundo civilizado, y la gente le temía como se teme a lo incontrolable. Pero la furia, como toda emoción extrema, es agotadora. La brutalidad no le trajo la paz que esperaba, solo un cansancio insondable. Las miradas de miedo de la gente ya no le hacían sentir poderoso, sino solo. La soledad, que siempre había sido su compañera, se hizo aún más profunda, un abismo oscuro que lo consumía por completo. Se dio cuenta de que no había logrado nada, que la crueldad del mundo no había disminuido, solo había encontrado en él un nuevo eco. Se había convertido en lo que más detestaba. Encontró un zoológico en las afueras de la ciudad. El olor a tierra, a vegetación, a la piel de otros animales, le resultó extrañamente reconfortante. Escaló la valla, su cuerpo de gorila sorprendentemente ágil, y se adentró en el recinto de los primates. Los gorilas de verdad lo miraron con curiosidad al principio, luego con una aceptación silenciosa. Anselmo se acurrucó en un rincón, sintiendo por primera vez en mucho tiempo una extraña paz. Ya no era el hombre despreciado, ni la bestia que infundía miedo. Era, simplemente, un gorila entre gorilas, una malinterpretación que, por fin, había encontrado su lugar en el mundo. La soledad no desapareció por completo, pero ahora era una soledad compartida, una parte natural de la vida en la selva, incluso en una selva de cemento.

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