Al abordaje.Por fin tuvieron una segunda oportunidad sobre la tierra.
Literatura/ lengua,cine, música y arte.
Alicia atraída por la madriguera
sábado, 22 de noviembre de 2025
El camino de una monja.
Inmaculada entró en la institución por la puerta principal. Traía consigo una maleta vieja y una culpa tangible. Su propósito era claro: salvar su alma de la sustancia, del peso de la memoria y de una depresión que la hundía en un pozo sin fondo. Era un joven bella de piel blanca,y ojos y pelo negro.
Las reglas del lugar eran precisas. Levantarse a las 5:30. Oración a las 6:00. Desayuno: pan negro y agua. Aseo personal. Trabajo manual.
Inmaculada siguió cada instrucción. Limpiaba pisos. Pulía la cera hasta el brillo exacto. Ordenaba libros por tamaño. Sentía que cada acción la acercaba a un orden superior, a la salvación prometida. El orden la protegía. El orden la purificaba de los recuerdos de Ernesto, de sus ojos grises y de las promesas rotas que la llevaron al abismo.
La relación con las otras monjas era una coreografía de evasiones. Sor Úrsula, la encargada del dormitorio, medía con una regla la distancia entre las camas.
Nunca hablaban, solo asentían. Un asentimiento era aprobación; dos, desaprobación. Inmaculada recibía un asentimiento por la mañana y dos por la tarde. El sistema de comunicación era tan preciso como la maquinaria de un reloj roto.
Con la Superiora, la Abadesa, el trato era inexistente fuera de las audiencias formales. La Abadesa era una sombra en el extremo del pasillo, una presencia de la que emanaba un olor a naftalina y papel viejo. Hablaba a través de notas escritas en un papel de lino, con una caligrafía perfecta e impersonal.
En la ducha comunal, Inmaculada se enfrentaba a su propio cuerpo, un territorio hostil. El agua caía fría. Las duchas no tenían cortinas. Sentía las miradas oblicuas de las demás, cuerpos fantasmas que se lavaban con rapidez. Inmaculada tocaba su piel bajo el agua helada, sintiendo cada cicatriz, cada hueso, como un mapa de su vida anterior. Se decía a sí misma: "Este cuerpo no es mío. Es una posesión temporal.
Debe ser limpiado, purificado". Pero la imagen de Ernesto, de sus manos, de su tacto, regresaba. La culpa se aferraba a su piel como un sudor frío, sin importar cuánto jabón usara.
Pero el sistema no era perfecto. Encontró un libro de reglas con una página arrancada. La inquietud se instaló. Una regla incumplida por el simple hecho de desconocerla. La culpa, que había disminuido, regresó multiplicada, evocando el dolor de la última llamada de Ernesto, de su traición. Empezó a buscar la página, la regla faltante.
Su búsqueda se convirtió en obsesión. Revisó todos los libros, todos los estantes. Desorganizó el orden que tanto había cuidado.
Sus acciones, antes metódicas, se volvieron erráticas. Las otras hermanas, la miraban fijamente con un gesto serio. Señalaban su comportamiento. Su desorden. Los asentimientos de Sor Úrsula se convirtieron en un movimiento rápido y rítmico de desaprobación cada vez que pasaba.
Una tarde, mientras pulía las ventanas del pasillo superior, sintió la asfixia del lugar. El aire dentro del convento era denso, viejo. Se acercó a un ventanuco diminuto. A través del cristal polvoriento, vio la carretera. Un coche rojo pasó a gran velocidad. El sonido del motor, breve y potente, rompió el silencio monótono. Un instante después, una ráfaga de aire seco se coló por la rendija, golpeándole la cara.
El olor a asfalto caliente y libertad le quemó las fosas nasales. La vida callejera, el caos que había huido, se sintió de repente deseable, terriblemente lejano.
Ese momento, ese aire seco, fue el catalizador. Recibió una nota de la Abadesa, escrita con la misma caligrafía perfecta: "Audiencia, 16:00 horas".
En el despacho, la Abadesa era solo una forma detrás de un escritorio inmenso. "Ha roto usted el orden", decía la nota, leída en voz alta por la Superiora. "Su búsqueda ha generado desorden".
Inmaculada no se defendió. Solo preguntó por la página arrancada. La Abadesa negó con la cabeza. "No hay página arrancada. El libro está completo".
Inmaculada supo entonces que el orden era una ilusión, una mentira piadosa para ocultar el vacío de la depresión. Que la culpa no era por romper reglas, sino por buscar una lógica inexistente. La culpa la consumía. La rebeldía fue su respuesta.
Dejó de seguir las reglas. Rompió el silencio. Cantó en voz alta durante la oración. Interrumpió la comida. Las otras monjas, contaminadas por su ejemplo, empezaron a murmurar, a dudar. El orden se disolvió. Sor Úrsula ya no medía la distancia entre las camas; se sentaba en su propia cama, mirando al vacío.
La Abadesa la condenó, no a la expulsión, sino a una celda sin ventanas. Allí, Inmaculada encontró su destino. Su culpa la salvó, de una forma extraña. Se convirtió en la personificación del desorden. Y en su soledad, sintió una extraña paz, sabiendo que su caos había liberado, o condenado, a las demás.
El perro negro seguía allí, pero ya no era un pozo, sino un compañero silencioso en su nueva y absurda existencia.
Su culpa la salvó. Se convirtió en el desorden, encontrando una extraña paz en su nueva y absurda existencia. La hermana Piedad había cambiado la devoción por la rebeldía, encontrando su salvación no en la obediencia, sino en la resistencia. Sin embargo, sentía que la vergüenza no habría de sobrevivirle de tanto sufrimiento.
jueves, 20 de noviembre de 2025
Estoy en ti de lejos, de tan lejos.
Soneto I: Jesús en la cárcel ante la Cruz.
La sombra que proyecta la ventana
no es más que un breve indicio de tu paso;
el sol que se levanta a cada ocaso
te dice que tu vida no es lejana.
No valen las promesas ni la historia
que escriben otros con solemne mano;
tu ser es un instante, luz y vano,
perdido en la inmensidad sin memoria.
El mármol que labraron con esmero
será también arena, polvo, olvido;
tu nombre, por el tiempo consumido,
se pierde en el silencio del sendero.
Tu esencia es el momento que se ha ido;
tu herencia, nada más que un mero cero.
Soneto II. LA MUERTE DE GIORDANO BRUNO.
El muro que tus ojos ahora miran
no es piedra inerte, sino el cruel destino;
tu senda es un amargo desatino
que las horas fugaces te conspiran.
Los versos que en el libro se quedaron
no calman el temor que te persigue;
ninguna voz que al alma te fatigue
te salva del final que te depararon.
Ni el sabio que dictó la ley severa,
ni el héroe que cayó bajo la espada,
te libra de esta carga despiadada,
de ser un soplo en la fatal hoguera.
La vida es un reloj que no se frena;
tu suerte es un tic tac más, fuego y plena.
Un terrible adiós, que queda en nada.
Tu adiós, que quema la pasión hiriente,
es glaciar que se quiebra al atardecer;
fuego que gotea mi cuerpo sin querer,
y gélido dolor que no se siente.
Cansa un camino al aire que se ausenta,
un lento deshielo en el que me veo,
donde el calor de nuestro amor me afeo
en lágrimas heladas y que aprieta.
Soy tu montaña que en el hielo agoniza,
abrumado por un frío que no cesa,
estoy arena en ti lejos te piso presa
ya solo y sin entrar en tu ceniza.
Se derrite aquel glaciar de tus besos
¿habrá algo si no tengo tus recuerdos?
miércoles, 12 de noviembre de 2025
La renuncia.
ACABABA de abortar y se sentía sola, pero quería estar aislada ajena a la gente feliz y hablar de temas trascendentales.
Cuando llegó allí la superiora empezó a llevarla le contraria sin venir a cuento, se sentía falta de cariño, inestable y muy decaída. Por un acto menor, le exigieron que tenía que pedir disculpas a la hermana que más le había humillado y llevado la contraria en público. Estaba cansada de todo, demacrada de tanto dolor, pero de pronto había cogido fuerzas para ser libre.
Se puso a leer la biblia en una celda de la biblioteca para todas las hermanas, y se puso a fumar como un signo de rebeldía y le hizo una peineta a una bibliotecaria que se acercaba para llamarle la atención a grito pelado otra vez. Se levantó y se fue, exigió que le abrieran esa puerta del Monasterio que rechinaba de forma impactante.
-A mí no me volvéis a pisotear más. Soy libre. Era libre sí libre sin que nadie pudiera humillarle más. Y se fue cansada con su hábito por la calle empedrada.
Ella había pagado su culpa aunque no se sintiera culpable ni fuera a la persona a la que hizo daño.
martes, 11 de noviembre de 2025
Sonido de guitarra.
Había planeado mi Camino de Santiago durante meses. Me había aprovisionado de todo el equipo "esencial", incluyendo un par de calcetines técnicos de senderismo de última generación. Estaba haciendo el Camino Francés, y todo iba bien hasta el tercer día, en una etapa particularmente larga y calurosa.
A mitad de camino, sentí la temida punzada: una ampolla empezaba a formarse en mi talón. Intenté ignorarla, pero para cuando llegué al albergue esa noche, cojeaba visiblemente. Era una ampolla de proporciones épicas, y al día siguiente me esperaban 25 kilómetros más. Estaba desolado, pensando que mi aventura terminaba allí.
Mientras estaba sentado en el porche del albergue, sobándome el pie dolorido, un hombre mayor, de unos sesenta años, se sentó a mi lado. Tenía una barba canosa y una mirada tranquila, y llevaba una vieira en su mochila. Sin decir palabra, me miró el pie, sonrió, y desapareció dentro del albergue.
Unos minutos después, regresó con un pequeño paquete envuelto en un pañuelo de tela. Me lo tendió. Dentro había un par de calcetines de lana gruesa, de los de "toda la vida", de esos que mi abuela me diría que picaban. El hombre, que resultó ser un peregrino alemán que llevaba semanas en la ruta, me dijo en un español lento pero claro: "Técnica moderna buena... pero lana de abuela, mejor para ampollas".
Me reí, un poco escéptico, pero me puse los calcetines. Al día siguiente, para mi absoluta sorpresa, no solo no me dolía el pie, sino que la ampolla había mejorado milagrosamente. Esos calcetines de lana, anticuados y picantes, se convirtieron en mi amuleto para el resto del camino.
La amabilidad de un extraño que me dio sus calcetines (que olían un poco, por cierto, como es tradición en el camino) salvó mi peregrinación y me recordó que, a veces, las soluciones más simples son las que funcionan mejor.
lunes, 10 de noviembre de 2025
NO CULPES AL DESAMOR DESPUÉS.
Soneto I.
No culpo al desierto sin espejismo, (A)
luchamos por un sueño que fue incierto, (B)
el corazón quedó yermo, desierto, (B)
sigue tu vuelo libre, peregrino. (A)
No sufras por mi pena, por mi sino, (C)
disfruté al salir el laberinto de sal, (D)
Espejo que cegaba, roto de cristal,
con su brillo disfruté mi camino.
El ángel al que elevo este lazo, (E)
que encuentres la fortuna en otro abrazo, (F)
la ola a la costa y ni ansia volver ya. (E)
Déjame en la orilla oscura, solo un tajo, (F)
que no te profane más este brazo, (F)
y halles tu paz libre sangrado el puñal. (E)
Soneto II.
Te odio te amo y te vas a esto no hay cura, (A)
cansa caminar sobre la ceniza; (B)
no hay cueva y el precipicio se desliza (B)
bajo el manto cruel de blanca luna. (A)
No quiero otra promesa llena de mentira, (C)
tu vida avanza libre, pura, ausente; (D)
yo que tantos hombres fui entre dientes
nunca fui el que te abrazó con ira.
Que el tiempo de mi herida te sonría, (E)
tu camino es ahora, no ya el mío, (F)
la luz del nuevo sol sea solo mía. (E)
Vete, que no te alcance mi vacío, (F)
déjame en la orilla oscura, y que el río (F)
de tu vida fluya sin culpa un día. (E)
Soneto III. El barco busca arder para no ser hundido, hasta que se destruye del todo hasta hundirse.
El alba ya no es alba si te vas, (A)
batallé porque el barco no se hunda; (B)
su casco ardía y el fuego me inunda, (B)
buscando un rumbo incierto, incierta paz. (A)
Si tu destino es otro, no lo atrases, (C)
mi vela ahora solo se agoniza, (D)
el mascarón de proa no me avisa, (D)
que mi lucha solo causa males. (C)
Cansado, ya no temo a los abismos, (E)
decido hundirme en mis propios sismos, (F)
dejando que el mar me trague entero. (E)
El timón lo abandono y suelto el trazo, (F)
para no sufrir más, rompo este lazo, (F)
y que el silencio me lleve al cero. (E)
Me quedo en la orilla, sin tu rastro,
contemplando un futuro ya sin astro,
tu ausencia es mi condena, mi quebranto.
Vete, que mi dolor solo tú lo sabes,
para no sufrir más, rompe estas llaves,
y que el silencio seque pronto el llanto.
Soneto IV. SONETOS A LO YERAY RODRÍGUEZ.
Me salvó de la noche y GAS QUE INUNDA,
un hombre que creí mi hueco amigo,
hallé en el frío un piojoso abrigo,
donde el bello alba da aire y no vislumbra.
Un monstruo hallé en la sombra que me alumbra,
su pan amable es solo un castigo,
y el horror del gracias es por testigo,
en la culpa atroz que me deslumbra.
Canibal de mis hijos no lo asumo,
pues vi en sus ojos mi propia culpa,
mi salvación fue mi propia injuria.
La rabia que me salvó es mi consumo,
la noche entera es mi odiosa disculpa,
y aplaude al asesino en mi curia.
Soneto V. EL AMOR CANIBAL INTENTA SALVAR LO QUE HAS DESTRUIDO.
Su mano me sacó del foso ciego,
salvado por un ser de faz oculta,
mi trono hueco ahora se sepulta,
ver que el desierto fue un triste juego.
Extinguirme pa nacer en mi fuego,
la sombra de su piel me resulta
un espejo, una imagen que me insulta,
NACÍ EN la muerte que al fuego ruego.
Me culpo por el hambre que sentía,
por el sabor amargo de la gente,
FUMAS la pena adicto que merezco.
La bestia que me mira ya es la mía,
un monstruo que me salva falsamente,
de este infierno atroz que yo padezco.
Soneto VI.
Te amo entre mentiras y no te engaño, (A)
viendo el mar a través del hueco engaña, (B)
mi amor es un espejo sin campaña, (B)
piraña oculta en gesto extraño. (A)
No te daré un saber que te haga daño,
el caníbal que sin vida no es nada,
mi vida, una existencia ya manchada,
un trono sin sangre se vuelve estaño.
La salvación fue un pacto con la nada,
la fosa de mar queda condenada,
viviendo este horror que traje enfermo paz.
El reflejo es la mentira que me encubre, (F)
como escondido sin quien le ofusque, (F)
en la gruta ama a impulsos la luz del mar. (E)
jueves, 6 de noviembre de 2025
Los tres largos periplos bajo la lluvia.
Don Elías se sentía extraño en su diminuto apartamento en el piso catorce, un pequeño islote de silencio en el vasto mar de cemento y cristal que era Nueva York. Afuera, los rascacielos se alzaban como gigantes indiferentes sin ojos, sus ventanas miles de ojos que atestiguaban una vida que él no compartía. El ruido de la ciudad —un eco constante de sirenas, bocinas y el murmullo de millones de vidas ajenas— era un recordatorio perpetuo de su soledad. Era una ciudad que corría, y él, un hombre de setenta años, solo sabía caminar.
En ese universo de prisa y anonimato, su única ancla era Tobi, un beagle de orejas caídas y mirada leal. Tobi era el latido de su hogar, la única voz que no le recordaba lo solo que estaba. Una tarde gris, cuando la lluvia comenzaba a caer, Elías cogió el viejo paraguas negro, no para protegerse a sí mismo de la tormenta que venía, sino para proteger la única parte de su mundo que le daba sentido.
Era un hombre de setenta años con un bigote gris y ojos amables, no tenía hijos. Pero tenía a Tobi, un beagle tricolor que había adoptado de un refugio hacía cinco años. Tobi era su compañero, su confidente y, en los silencios de su casa, su familia.
Una tarde de otoño, un aguacero inesperado cayó sobre la ciudad. Elías miró por la ventana y vio a Tobi inquieto junto a la puerta, ansioso por su paseo vespertino. Elías sonrió, cogió el viejo paraguas negro con mango de madera, un objeto que rara vez usaba.
Salieron a la calle. Las gotas golpeaban el asfalto y rebotaban. Con un gesto instintivo que le salía del corazón, Elías abrió el paraguas y lo inclinó, no sobre su propia cabeza, sino sobre Tobi.
Mientras caminaban bajo la lluvia, Elías no podía evitar sentirse paternal. "No te vayas a mojar, hijo", murmuró, ajustando el ángulo del paraguas para que ni una sola gota tocara el lomo de Tobi.
En ese simple acto, el paraguas se convirtió en un escudo paternal, mientras él se mojaba, y aunque estaba disfrutando deseaba llegar pronto a casa.
En su mente, ese simple acto de proteger a Tobi del clima evocaba una paternidad que nunca había experimentado de primera mano. Imaginaba que así se sentiría un padre protegiendo a su hijo de los problemas del mundo, de las caídas, de las decepciones. El paraguas era un escudo, un símbolo de su amor y su deseo de que Tobi estuviera siempre seguro.
Tobi, ajeno a las profundidades de los pensamientos de Elías, simplemente disfrutaba de la caminata. Olfateaba el aire húmedo, movía la cola y se detenía a investigar cada bache y cada árbol, siempre bajo la atenta y protectora sombra del paraguas inclinado.
Llegaron al parque, ahora casi vacío por la lluvia. Elías encontró un banco bajo el techado de un quiosco. Se sentaron juntos. Elías se secó una gota de agua de la frente, mientras que Tobi, perfectamente seco, se acurrucó a sus pies.
"Eres un buen chico, el mejor", le dijo Elías, acariciando suavemente la cabeza de Tobi. Supervivencia, se sintió el hombre más rico de Manhattan, no por el dinero, ni por el visón, ni siquiera por el panecillo con el que todavía batallaba, sino por el recuerdo de una risa que sonaba a campanas de pueblo y el sabor de la mostaza en Coney Island, una historia que ni todo el arte abstracto del mundo podría superar, aunque vivía a las afueras en un piso pequeño. Sus paseos acababan siempre en el Hotel GALLIVANT donde suspiraba daba un rodeo y se volvía.
No importaba que la vida no le hubiera dado un hijo humano. En Tobi, en ese pequeño ser que dependía de él para sus paseos, su comida y su protección, había encontrado una forma de paternidad que llenaba su corazón por completo.
La lluvia amainó. El sol de la tarde comenzó a abrirse paso entre las nubes, proyectando un arcoíris tenue en el horizonte. Elías cerró el paraguas.
"Hora de volver a casa, hijo", dijo con una sonrisa.
De regreso, caminaron sin el paraguas, bajo un cielo que prometía un mejor día mañana. Elías, el hombre de setenta años y su "hijo" peludo, se dirigieron a casa con una sensación de plenitud y felicidad, sabiendo que, a pesar de todo, eran la familia perfecta.
Catorce horas después don Elías, un hombre con más arrugas que un mapa del metro de Nueva York, se sentaba cada mañana en el mismo banco del Central Park, cerca de la fuente de Bethesda. Su gabardina color camello, que había conocido mejores épocas, le daba un aire de detective retirado o de vagabundo con estilo. Observaba el bullicio de la Gran Manzana con la misma mezcla de asombro y desdén con la que, en su juventud, había observado un partido de béisbol sin entender las reglas.
El dramatismo de su vida, según él, residía en el hecho de que su pensión no le daba ni para un café con leche decente en Manhattan. "¡Es un atraco a mano armada, señorita!", le decía a una paloma particularmente atrevida. "En mis tiempos, con lo que pago por este panecillo seco, comprábamos medio pueblo, ¡y con derecho a pernada!".
Pero hoy, Don Elías estaba de buen humor. Había ligado, a su manera. Se había topado con una anciana con un abrigo de visón que le había sonreído. "Eso es porque tengo labia, paloma", se jactaba.
Y esa labia era la misma que le había servido para conquistar a su difunta esposa, Doña Carmen, décadas atrás. Recordó la anécdota, una mezcla de farsa y destino:
"Era 1968, paloma. Yo era un joven con el pelo alborotado y un traje de segunda mano, recién aterrizado en esta jungla de asfalto. Estaba en una fiesta donde todos hablaban de arte abstracto y de la guerra de Vietnam. Yo solo pensaba en la tortilla de patatas de mi madre. En eso, la vi. Doña Carmen. Una morenaza con unos ojos que harían que la Estatua de la Libertad se pusiera celosa. Se me acercó, con esa confianza que solo tienen las neoyorquinas, y me preguntó si yo era un artista conceptual.
'No, señora', le dije, 'soy un artista de la supervivencia'.
Ella se rio. Una risa que sonaba como las campanas de una iglesia en un pueblo tranquilo. Me preguntó de dónde venía. Le hablé de mi pueblo, de las cabras, del sol... y entonces, el momento dramático. Se me atascó un cacahuete en la garganta. Empecé a toser como un poseso. Mis ojos se inyectaron en sangre. Pensé que mi aventura americana acabaría allí mismo, asfixiado por un fruto seco en una fiesta pija.
Pero Doña Carmen, que no era solo una cara bonita, me dio la maniobra de Heimlich con tal fuerza que me sacó el cacahuete y el alma del cuerpo. El cacahuete salió disparado y le dio de lleno a un tipo que estaba pontificando sobre la ausencia del ser en una escultura de alambre. El tipo se desmayó, y Carmen y yo nos echamos a reír a carcajadas.
Ahí supe que era la mujer de mi vida. Me salvó, me hizo reír y, de paso, calló a un pedante. Al día siguiente, la invité a un perrito caliente en Coney Island. El resto es historia, paloma, historia con sabor a mostaza y chucrut".
Don Elías dio un mordisco a su panecillo seco, una sonrisa nostálgica en sus labios. El sol de Nueva York calentaba su gabardina, y por un momento, el viejo Don Elías, el profeta de la supervivencia urbana, no cambió el calor de ese recuerdo por todo el oro del mundo.
Doce horas después el despertar de la siesta de Don Elías al anochecer no era el fin del sueño, sino el recuerdo de su mujer un recuerdo absurdo y opresivo. En su apartamento del piso catorce, una celda sin barrotes pero con una sensación de confinamiento omnipresente, la vida se había reducido a rituales incomprensibles calentarse lacomida en el microondas, ducharse sin ganas, ordenar la ropa, dejarla tirada sobre un mueble y cuando ya se notaba que olía bajar a lavandería del edificio a lavarla. La ciudad de Nueva York, con sus rascacielos que se elevaban como agujas de una máquina de coser cósmica, era como una comisaría hostil y laberíntica que lo observaba.
Tobi, su perro, no era simplemente una mascota, sino el único miembro de su comité de vigilancia personal, el único ser cuya presencia no resultaba amenazadora.
La tarde en que la lluvia comenzó a caer, el acto de salir a pasear se sintió como un juicio inevitable. Don Elías sabía que el simple hecho de caminar por la acera requería un permiso tácito de la autoridad invisible que gobernaba la metrópolis. Cogió el paraguas, un objeto que le parecía de una complejidad inexplicable, con su mecanismo de apertura que siempre desafiaba la lógica.
Afuera, la lluvia no era agua, sino una especie de polvo gris y persistente, una manifestación más de la burocracia climática de la ciudad. Elías abrió el paraguas y, en un acto de devoción absurda, lo inclinó sobre Tobi.
"No puedes mojarte", susurró al perro, como si la humedad fuera una infracción grave del reglamento municipal.
Para Elías, Tobi era su responsabilidad, su única posesión que no podía ser confiscada por alguna normativa ininteligible. El paraguas no era un refugio contra la lluvia, sino una declaración, una protesta silenciosa contra la indiferencia del universo. Era un intento fútil de imponer orden en un mundo donde el sentido común había sido revocado.
Caminaban por las calles, dos siluetas bajo un dosel negro, una anomalía en una ciudad que solo entendía de líneas rectas y propósitos inescrutables. La gente pasaba a su lado sin verlos, como si hubieran obtenido un permiso especial para ser invisibles. Elías sentía la presión del paraguas en su mano, la única evidencia tangible de su existencia.
Cuando regresaron a su apartamento, ambos secos, Don Elías cerró el paraguas con un suspiro de alivio. Recordó como una vez la había abrazado apretándola, ahora todo le parecía un pequeño infierno, le picaba la espalda. Habían superado otro juicio, otro paseo sin incidentes, otra pequeña victoria contra la maquinaria del absurdo. Tobi lo miró con ojos leales y Elías sintió que, en ese pequeño gesto, en esa protección entre compinches y dedicada, había un destello de humanidad, un pequeño triunfo en el centro de la pesadilla neoyorquina.
Un padre que condena a su hijo.
El paraguas era grande, de un azul marino casi negro, lo único que nos separaba de la llovizna fina y persistente de la tarde. Él, a mi lado, tiritaba ligeramente, aunque no de frío, sino de una ansiedad silenciosa. No podía hablar, ni gritar, ni siquiera preguntar adónde íbamos. Solo podía mirar con esos ojos grandes y oscuros que me observaban con una mezcla de confusión y, lo que más me pesaba, confianza.
Apreté el paso. El andén de la estación estaba desierto, iluminado por farolas que apenas perforaban la neblina. El billete en mi bolsillo se sentía como un trozo de hielo.
Sé lo que estoy haciendo. Sé adónde lleva el tren que estamos a punto de abordar. Es un tren hacia un destino final, sin retorno.
Me justifico, una vez más, mientras el sonido metálico de mis pasos resuena en el cemento húmedo. Me digo que las órdenes son las órdenes. Me digo que él es parte de "ellos", que ha tenido su oportunidad en este mundo y que su expediente, aunque breve, tiene las marcas que lo condenan.
Pero no se ha portado mal conmigo. Durante estas últimas semanas, no ha hecho más que seguirme, sentarse mansamente a mis pies, aceptar la comida y el agua que le he dado. Incluso me lamió la mano una mañana, cuando desperté con la pesadilla habitual.
Me paro un momento, ajustando el paraguas sobre su cabeza para que no se moje más. Sus ojos, grandes y fijos, se mueven con un ligero temblor.
"Lo siento", susurro, aunque sé que no entiende el significado de las palabras, solo el tono suave.
Estoy cansado. Cansado de las justificaciones, cansado de esta guerra entre nosotros que estallaba con cualquier tontería, cansado de esta llovizna eterna.
Me perdono. Es lo que hay que hacer para seguir adelante. Me perdono porque si no lo hago, el peso me hundirá antes de llegar a la vía. Me perdono porque soy humano y esto es un deber. Al fin y al cabo la culpa es tuya, el que te quieres ir eres tú.
El silbato del tren suena a lo lejos, un aullido lúgubre en la tarde gris. El tren llega, una bestia oscura resoplando vapor. Miro hacia abajo a mi compañero silencioso.
—Vamos —digo, empujándolo suavemente hacia el vagón abierto.
Subimos los escalones. El paraguas lo cierro con un chasquido seco. El destino nos espera a ambos, aunque solo uno de nosotros sabe cuál es.
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